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jueves, 12 de marzo de 2015

Máximo

Máximo.
La noche que me crucé con él, Máximo no quería dinero porque tenía todo lo que necesitaba para satisfacer su gusto o necesidad más inmediata: tomarse un café con leche. Sin embargo, su dinero no le permitía traspasar la puerta del bar que había al lado, donde podría satisfacerla, a pesar de que gracias al buen tiempo que reinaba aquella noche la puerta se encontraba abierta de par en par, facilitando el acceso al común de los mortales.

Creo recordar que fue Woody Allen el que dijo  que estaba de acuerdo con que el dinero no da la felicidad, pero que el estado que produce es tan parecido que se necesita todo un congreso de expertos para distinguir a un hombre feliz de otro que simplemente es millonario. No sé si Máximo ha sido feliz alguna vez en su vida, pero no dudo de que a su edad ya ha tenido ocasión de comprobar lo equivocado que andaba aquel otro que dijo que el dinero es la llave que te abre todas las puertas. 

Rodeado de una poderosa entidad financiera cerrada a aquellas horas, una motocicleta de alta cilindrada aparcada sobre la acera y un puesto de la ONCE que apuraba la venta de los últimos cupones de aquel día, Máximo, sentado en un banco de granito, era el elemento que completaba aquella alegoría del seductor poder de la riqueza.

Cuando pasé junto al banco donde se encontraba sentado levantó al aire una mano en la que enseñaba unas cuantas monedas de las de menos valor y empezó a agitarla para llamar mi atención. Hice oídos sordos al pasar a su lado, -un borracho más hablando solo con todo el mundo-, pensé; pero unos pasos después me detuve, me volví hacia él y le di una moneda, de 20 céntimos, que él cogió protestando:

-Yo no quiero dinero, dinero tengo -dijo mientras me acuciaba a coger las monedas de su mano-, lo que yo quiero es que entre usted en ese bar de ahí y me saque un café con este dinero.

-¿Cómo lo quiere, con leche?

-Sí, con leche... Es para las pastillas, ¿sabe usted? Y, claro, a mí no me dejan entrar.

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